24 de abril de 2012








Será por eso, porque los dos llegaron al lugar cargados con su historia, porque los dos llegaron al beso nunca dado con el mismo hermetismo, encerrándolo adentro de la piel.
No se entregaron.
Hubo un intento, apenas un intento.
Un barco que quiso llegar a puerto pero se dejó arrastrar corriente afuera, hacia cualquier tormenta, o hacia la misma tormenta de siempre.
Ella llevaba en sí largas caminatas por mañanas de sol, desolados cansancios de tardes amarillas, el oído alerta para la llamada del despertador, la mano preparada para sacar el boleto del tren del bolsillo interior de la cartera, la lengua fría por un helado de frutilla saboreado sin prisa.
Él llevaba pegado a sus talones el polvo de las mismas baldosas andadas y desandadas varias veces al día, un historial de amistades vacías, pocos intentos de relaciones serias, las ganas de haber ganado, aquella vez, esa carrera de autitos que jugó con su primo cuando niño.
Y además llevaban otras cosas.
Ideologías que fueron pensadas y después olvidadas.
Canciones de moda que se les pegaron y cantaron bajo la ducha, quizás las mismas canciones a un mismo tiempo, pero en lugares diferentes.
Tal vez algún asomo de alegría vivido a un tiempo, pero separados.
Tal vez alguna tristeza inmensa en una misma noche, pero bajo techos distintos.
Lo sabían todo el uno del otro.
¿Qué puede haber de misterioso en la vida de una persona?
Y, sin embargo, no sabían nada, porque ignoraban nombres y fechas y lugares donde habían pasado los veranos.
Hubieran tenido que contarse todo.
Hubieran tenido que arriesgarse a hacer una larga lista de cosas, de sorpresas, de lágrimas, de sonrisas, de sobresaltos, agonías, desencantos, temores, de películas y libros y canciones sabidas de memoria, de casualidades, descubrimientos, de aceptación y de rechazo. Hubieran tenido que pronunciar cientos de miles de palabras que fueran descascarando la soledad hasta dejar el cuerpo preparado para la entrega, para la confianza. Hubieran tenido que atreverse a jugar una carta, el todo por el todo, quitarse la máscara, esconder la reverencia, decir la verdad, sea cual fuere, mostrar las lastimaduras, las arrugas, las vetas de oro, las napas de barro.
Pero no se animaron…
Les faltó valor.
Ellos dijeron que se conocieron en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Pero les faltó valor.
Estaban engolosinados en su propia rutina, estaban prisioneros bajo el caparazón de la comodidad, no querían tomarse el trabajo de quitarse los siete velos y ver la desnudez de la felicidad... porque temían que después del séptimo velo apareciera de nuevo la soledad, la terrible, la zorra, despiadada.
Y entonces caminaron juntos unos pasos. Y entonces se estrecharon fuerte, se besaron silenciosamente perdiéndose en un beso nunca dado, cerrando los ojos porque cada uno quería mirarse a sí mismo, nada más que a sí mismo y no al otro.
Estuvieron acariciando el límite, lo exterior, la impenetrable puerta, la puerta con cien cerrojos; y ninguno de los dos quiso buscar las llaves, ninguno de los dos quiso empezar a abrir, ninguno de los dos quiso saber que había en realidad detrás de la puerta que los separaba.
Por eso fracasó el encuentro.
Porque cada uno fue a encontrarse consigo mismo.
Porque cada uno fue a alimentar con excusas su propia soledad.
Porque cada uno llevó su distancia y la puso en el medio.
Y a pesar de las ganas, y a pesar de ser dos seres llenos de posibilidades, se dijeron adiós y lloraron, pensando que lloraban por decirse adiós, pero sabiendo que cada uno lloraba por sus viejos dolores, otros adioses, por otros intentos y otras historias. Y porque ya nunca podrían borrar las distancias que los separarían de ellos y de los otros que quisieran, alguna vez, acercarse a ellos…













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