Será por eso, porque los dos
llegaron al lugar cargados con su historia, porque los dos llegaron al beso nunca
dado con el mismo hermetismo, encerrándolo adentro de la piel.
No se entregaron.
Hubo un intento, apenas un
intento.
Un barco que quiso llegar a
puerto pero se dejó arrastrar corriente afuera, hacia cualquier tormenta, o
hacia la misma tormenta de siempre.
Ella llevaba en sí largas
caminatas por mañanas de sol, desolados cansancios de tardes amarillas, el oído
alerta para la llamada del despertador, la mano preparada para sacar el boleto
del tren del bolsillo interior de la cartera, la lengua fría por un helado de
frutilla saboreado sin prisa.
Él llevaba pegado a sus
talones el polvo de las mismas baldosas andadas y desandadas varias veces al
día, un historial de amistades vacías, pocos intentos de relaciones serias, las
ganas de haber ganado, aquella vez, esa carrera de autitos que jugó con su
primo cuando niño.
Y además llevaban otras
cosas.
Ideologías que fueron
pensadas y después olvidadas.
Canciones de moda que se les
pegaron y cantaron bajo la ducha, quizás las mismas canciones a un mismo
tiempo, pero en lugares diferentes.
Tal vez algún asomo de
alegría vivido a un tiempo, pero separados.
Tal vez alguna tristeza
inmensa en una misma noche, pero bajo techos distintos.
Lo sabían todo el uno del
otro.
¿Qué puede haber de
misterioso en la vida de una persona?
Y, sin embargo, no sabían
nada, porque ignoraban nombres y fechas y lugares donde habían pasado los veranos.
Hubieran tenido que contarse
todo.
Hubieran tenido que arriesgarse
a hacer una larga lista de cosas, de sorpresas, de lágrimas, de sonrisas, de
sobresaltos, agonías, desencantos, temores, de películas y libros y canciones
sabidas de memoria, de casualidades, descubrimientos, de aceptación y de
rechazo. Hubieran tenido que pronunciar cientos de miles de palabras que fueran
descascarando la soledad hasta dejar el cuerpo preparado para la entrega, para
la confianza. Hubieran tenido que
atreverse a jugar una carta, el todo por el todo, quitarse la máscara, esconder
la reverencia, decir la verdad, sea cual fuere, mostrar las lastimaduras, las
arrugas, las vetas de oro, las napas de barro.
Pero no se animaron…
Les faltó valor.
Ellos dijeron que se
conocieron en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Pero les faltó
valor.
Estaban engolosinados en su
propia rutina, estaban prisioneros bajo el caparazón de la comodidad, no
querían tomarse el trabajo de quitarse los siete velos y ver la desnudez de la
felicidad... porque temían que después del séptimo velo apareciera de nuevo la
soledad, la terrible, la zorra, despiadada.
Y entonces caminaron juntos
unos pasos. Y entonces se estrecharon fuerte, se besaron silenciosamente perdiéndose en un beso nunca dado, cerrando los ojos porque cada uno quería mirarse a sí
mismo, nada más que a sí mismo y no al otro.
Estuvieron
acariciando el límite, lo
exterior, la impenetrable puerta, la puerta con cien cerrojos; y ninguno de los
dos quiso buscar las llaves, ninguno de los dos quiso empezar a abrir, ninguno
de los dos quiso saber que había en realidad detrás de la puerta que los
separaba.
Por eso fracasó el encuentro.
Porque cada uno fue a
encontrarse consigo mismo.
Porque cada uno fue a
alimentar con excusas su propia soledad.
Porque cada uno llevó su
distancia y la puso en el medio.
Y a pesar de las ganas, y a
pesar de ser dos seres llenos de posibilidades, se dijeron adiós y lloraron,
pensando que lloraban por decirse adiós, pero sabiendo que cada uno lloraba por
sus viejos dolores, otros adioses, por otros intentos y otras historias. Y porque ya nunca podrían borrar las
distancias que los separarían de ellos y de los otros que quisieran, alguna vez,
acercarse a ellos…
♥
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